Planeta Humano. Yo escribo, tú decides el rumbo.

miércoles, 13 de abril de 2011

La Tonada del Apocalipsis

La mujer tendida en el suelo, jadeante, sedienta, hace un último esfuerzo vano tratando de retener su aliento en un intento desesperado por sobrevivir. Pero de nada sirve ya. La vida se le va por el vientre abierto en una mezcla repugnante de fluido amniótico y sangre. El doctor la mira con pavor, consciente de haber violado gravemente su juramento hipocrático. Inútilmente trata de convencerse a sí mismo de haber hecho lo correcto en beneficio de la humanidad.

La criatura yacía dormida en sus brazos, aún ignorante del destino que fuerzas supriores habían dispuesto para su madre y para él. El asustado médico aún no sabía muy bien que hacer con aquel ser recién nacido, quien el creía era la mismísima encarnación del anticristo. Pero estaba hecho, la criatura había nacido ya, se le veía saludable y lozana. Fuera o no quien creía que era, el doctor no podía quitarle la vida. Así es que se la llevó a casa. Le dio abrigo, educación y cariño, le inculcó valores... le otorgó un hogar, una familia.

El pequeño creció feliz, alejado de toda intervención maligna, ya fuera del hombre, ya fuera divina. Fue recién llegada la adolescencia que su fatal destino se manifestó para él. Su intromisión se manifestó cada noche, interrumpiendo sus sueños de juventud. Los demonios acudían a él cada noche para reprocharle y recriminarle por haberse alejado del camino que su padre había trazado para él. Sin embargo, la providencia ya había intervenido. Su padre adoptivo, que nunca fue capaz de revelar el secreto de su origen y el misterio de la tenebrosa noche de su nacimiento, que finalmente se llevaría consigo a la tumba; le explicó, con lujo de detalle, la única verdad cierta que la divinidad le había revelado a la humanidad: al momento de su creación había sido dotada del tesoro divino del libre albedrío. Y sólo gracias a aquella única revelación, él supo que podía torcer la mano de su tenebroso destino.

Así fue como la criatura que vino al mundo a traer el fin de los días, desgracia, desdicha y desolación, acabó llevando una vida de virtud y servicio.

Fue recién el día en que este anticristo falleció, el momento en que se inició la paradoja: las puertas del Reino de los Cielos se abrieron para él de par en par. Allí la Corte de Ángeles lo guió al sitial que se reserva sólo para los bienaventurados, aquellos dignos de ser llamados hijos de Dios. La encarnación del mal en la Tierra había llegado a Su Reino por méritos propios, se había ganado el Cielo.

Entonces rápidamente surgió la controversia en los planos superiores, generando dudas existenciales que llevaron a la gran pregunta, aquella cuya respuesta sólo se conocería el día en que Gabriel haría sonar su trompeta celestial para que los muertos se alcen de sus tumbas para iniciar el éxodo masivo al Reino de Dios: si la encarnación del mal había renunciado a su misión como máximo líder y agente del mal, ¿qué pasaría con el balance universal? ¿Sería el fin de la eterna lucha entre el bien y el mal? ¿Sería la victoria definitiva del bien el principio del fin de todo lo que es, fue y será? ¿Incluido el Reino de lo Cielos? ¿Sería el fin del propio Dios?

Lo más terrible de todo fue la decisión que el Él mismo tomó, atormentado por haber formulado una pregunta cuya respuesta ni siquiera Él conocía. Entonces el Todopoderoso le asignó a su bienaventurado anticristo la responsabilidad de ser él quien definiera el día y la hora en que el arcángel Gabriel debía tocar la melodía del Apocalipsis.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El Humano Primario

Yo soy el Humano Primario. Esa es, al menos, la denominación que se me dio al momento de la Creación, cuando aún nada había sido creado. Al nacer, una voz solemne dijo: “a imagen y semejanza”… puras patrañas. Soy el humano primario. No tuve conciencia al nacer. No tuve mente al nacer. Era único e irrepetible. Aún lo soy.

Sólo se me dotó de un único sentido: el libre albedrío. Puedo hacer y deshacer a mi manera, a mi antojo. Nadie me juzga, nadie me juzgará, de aquí a la eternidad.

Nunca hubo una Eva. Nadie descendió de mí. Soy un ser asexuado y por lo tanto no puedo procrear. Sin embargo, todos descienden de mí. Creo que soy el Ser Supremo en este lugar. Pero, por alguna maldita razón que no logro comprender, no puedo ser Dios. ¿Por qué? No lo sé. No soy nada…, pero lo soy todo…

¿Lo soy?

Todos los que están allá, todos esos que tienen una forma idéntica a la mía, pero que no son yo (los muy estúpidos se separaron y ahora son “hombres o mujeres”) se hacen tal cantidad de preguntas y tan carentes de lógica, que me resulta imposible comprenderlos. ¿Qué es eso a lo que llaman amor? ¿Qué es el bien y el mal? ¿Por qué mierda necesitan creer en algo o alguien superior?

A mí no me importa. Sólo sé que no tengo principio ni fin… pero no soy Dios. Al igual que ellos, también tengo preguntas. La que más me he estado molestando últimamente: ¿por qué ellos se hacen tantas preguntas, si tienen todas las respuestas? ¿Por qué se sienten tan carentes, si tienen todo lo que necesitan? ¿O no lo tienen?

Uf, creo que la ambrosía me está matando, no sé qué es real y qué no lo es. Lo único que sé con certeza, es que no soy Dios.

¿Que por cómo o por qué lo sé? Simple: ensayo y error. Además, la he cagado tantas veces, que las cagadas de ellos me parecen insignificantes.

Pero al menos por esta noche me puedo ir a dormir en paz. La he cagado…, pero nunca tanto.

martes, 20 de octubre de 2009

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 6-Final)


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Fue un período largo, con varios períodos de inactividad, pero aún así este relato ha contado con la participación de muchas personas que han disfrutado con él y que han decidido el curso de la historia. Muchas gracias a todos y no me queda más que animarlos a que sigan participando en los nuevos proyectos. Y es que hoy llegamos al final de este Dilema, lo que no significa que sea lo último que se sepa de éste relato. Espero en poco tiempo tener una sorpresa que enriquezca aún más la experiencia de leerlo.


Humanos, Robots, ¿qué diferencia hay?


Carlos se asomó serenamente al cuarto de Jaime y con su característica voz sintetizada, dijo:

—¿En qué puedo servirle, señor?

Al ver entrar y oír hablar al robot, el pequeño se arrebujó contra el pecho de Alan, intentando ocultarse de éste. Su padre, no sin cierto esfuerzo, buscó la mirada de Jaime entre sus brazos. Cuando por fin consiguió ver su rostro, notó de inmediato que sus mejillas estaban muy coloradas y que poco faltaba para que estallara en llantos, armando una pataleta que, sin duda, sería inolvidable.

—Hijo, escúchame —dijo Alan intentando abortar el inminente escándalo—. Carlos vino para pedirte disculpas, porque él no quería hacerte daño. Todo lo contrario, lo único que quiere es ser tu amigo y jugar contigo, ¿no es verdad? —preguntó dirigiéndose al robot.

De pronto se hizo un silencio que resultó ser mucho más incómodo que cualquier berrinche que podría haber hecho Jaime. Su rostro estaba un poco más sereno, pero se notaba que le estaba costando trabajo tranquilizarse. Se podía apreciar en su respiración, aún un poco agitada. Todavía había un riesgo inminente de pataleta.

Los intentos de Alan por calmar a su hijo estaban dando sus frutos, pero no se había dado cuenta de que sus palabras habían tenido un efecto muy diverso en el robot. Su cerebro positrónico había recibido el mensaje con toda claridad y el conflicto se desató de inmediato. Antes no había podido determinar con total certeza si sus actos u omisiones habían causado algún daño al pequeño Jaime o a algún otro miembro de la familia, pero ahora había escuchado a otra persona, su propio dueño, decir que lo había hecho. Él debía ser, en consecuencia, el causante del sufrimiento del niño.

—Señor, temo que tendré que retirarme.

Carlos, sin esperar una respuesta, inició su andar hacia la puerta, pero una suave voz infantil lo detuvo:

—Espera, Carlos, no te vayas.

El robot detuvo su marcha en seco y volteó la cabeza para mirar a Jaime. El niño se apartó del regazo de su padre y se acercó a Carlos. Lo miró durante un buen rato de pies a cabeza, con mucha calma. El cerebro del robot seguía en conflicto a causa de lo que estaba ocurriendo, sin poder determinar si el mal que había causado era tan grave como para desobedecer la orden que Jaime le había dado. Para evitar sufrir mayores daños, Carlos se mantuvo quieto, a la espera de lo que sucedería a continuación.

—Te perdono, Carlos —dijo Jaime con total inocencia y candidez.

Alan reaccionó con un suspiro de alivio y Lucía, que oía todo cuanto ocurría dentro de la habitación sonrió y derramó unas lágrimas de emoción al escuchar las palabras de su pequeño. Carlos, por su parte, no tuvo más tiempo para hacer nada, salvo dar media vuelta y esconderse detrás de la cortina, pues Lucía había entrado en el cuarto para abrazar a Jaime. La mujer tomó al niño en sus brazos y lo estrechó con fuerza contra su pecho.

—Te amo, hijito.

Alan se acercó a ellos y los rodeó con sus brazos. Notó que Lucía, en lugar de reaccionar con malestar, apoyó afectuosamente su cabeza sobre el hombro de su marido.

—Mamá, papá, los quiero mucho.

—Y nosotros te queremos a ti, campeón— contestó Alan. Acto seguido, miró hacia la ventana y dijo—: Carlos, ven, ya puedes salir. Ya todo está bien.

—No puedo, señor.

—¿Por qué no puedes?

—Hay, Alan, por Dios —soltó Lucía con falso enfado—. ¿Cuándo vas a aprender? Hay que hablarle fuerte para que haga caso. ¡Carlos, ven para acá! Quiero verte ahora mismo.

La orden de Lucía fue tan severa, que el robot no pudo hacer más que cancelar la orden anterior de salir de su vista, y se plantó frente al grupo familiar.

—Si mi hijo, que aún es un niño pequeño, es capaz de aceptarte en nuestra casa, no veo por qué yo no podría hacerlo, también. Bienvenido a la familia, Carlos.

La actividad del cerebro del robot disminuyó considerablemente, reduciendo los conflictos que se habían provocado en sus sendas positrónicas y cuyos efectos sólo podrían determinarse con el paso del tiempo. Pero de momento, ya todo estaba mejor, el robot ya no se consideraba una fuente de daño para la familia.

Jaime se bajó de los brazos de su madre y se paró nuevamente frente al robot.

—Carlos, agáchate.

Como sus articulaciones no le permitían adoptar una posición de agachado como la de los humanos, Carlos apoyó una rodilla en el suelo y mantuvo la otra pierna flectada. El niño se le acercó y lo miró durante largo rato directo a los ojos. Algo en la mirada de Jaime convenció a sus padres de que ya no sentía pena ni rabia hacia el robot. Todo lo contrario, después de observar con detenimiento los ojos de Carlos, el niño se le acercó aún más y, rodeando con sus brazos al robot, se colgó de su cuello.

—Párate —le dijo.

Carlos se puso de pie y sostuvo a Jaime con sus brazos para evitar que cayera.

—Ahora volvemos a ser amigos, Carlos. Y no me importa que mis compañeros me molesten.

—¿No? —preguntó el robot—. ¿Por qué?

—No. Porque ellos están picados y por eso me molestan, porque no tienen un amigo como tú y porque yo quiero que siempre seamos amigos.

Lucía y Alan contemplaban la escena con ternura, pero su sorpresa fue mayúscula cuando, al terminar Jaime de hablar, observaron que en el rostro de Carlos se había dibujado una fugaz sonrisa. Ambos se miraron perplejos, preguntándose si lo habían imaginado o... ¿sería realmente que aquel “ser” sin sentimientos ni emociones había comprendido lo que era la alegría y la satisfacción?


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 5)



El niño y la bestia de metal

Lucía miró indignada al robot y, al contemplar su rostro inexpresivo, le gritó:

—¿Ves el daño que le hiciste a mi hijo?

Carlos se quedó inmóvil y sin respuesta. Lucía se preocupó al verlo tan impasible, tan frío y sin atisbo de vida, algo exagerado, incluso para una máquina como él. Entonces, haciendo un esfuerzo por controlar su mal humor, le dijo con tranquilidad:

—Sal de mi vista, Carlos.

Obedientemente, el robot se retiró a no mucha distancia, pero fuera del alcance visual de la mujer. Ella, aliviada al ver que éste aún seguía funcionando, cogió el teléfono y presionó el botón que marcaba el número del trabajo de Alan.

—Hola, amor, ¿qué pasa? —preguntó Alan una vez que lo comunicaron. El rostro de su mujer en la pantalla no disimulaba su evidente enfado.

—Tenemos un problema de metal —dijo ella.

Alan dio un largo suspiro antes de preguntar:

—¿Qué pasó ahora?

—Jaime tuvo problemas en el colegio por culpa de tu maldita máquina. ¡Todos lo niños se burlaron de él! El pobrecito se puso a llorar en cuanto me vio, estaba desesperado.

—Pero, ¿por qué?

—¿Cómo crees que se iban a tomar el hecho de que tuviera un robot en su casa? ¿Sabes cómo le pusieron? “Robotín”. Está indignado y no quiere volver al colegio. Voy a ir a hablar con su profesora.

—Espera, Lu, cálmate. Déjame conversar con él cuando llegue a la casa, ¿bueno?

—Está bien. Pero espero que hagas algo al respecto.

Tras cortar la comunicación, Lucía se sintió un poco más tranquila, esperanzada en que Alan haría algo para resolver la situación. Pasó gran parte de lo que quedaba del día junto al pequeño Jaime, tratando de entusiasmarlo para que jugara o se distrajera en alguna actividad que le permitiera olvidar lo que le había pasado, pero el niño no mostró mayor interés. Y durante el resto de la tarde, de Carlos no vio ni su sombra.

Al llegar Alan de vuelta a casa, el recibimiento que tuvo fue bastante frío. Jaime no corrió como de costumbre a recibirlo con un abrazo y Lucía se limitó a dirigirle un simple “hola”, acompañado de un beso bastante amargo. Alan supuso que lo mejor sería ir directo al grano. Acompañado por su mujer se dirigió a la habitación de su hijo y, al verlo, lo saludó con dulzura.

—Hola, hijo. ¿Cómo estás?

—Bien —respondió el pequeño entre sollozos.

—¿Qué pasa, campeón?

—Mis amigos ya no me quieren, se ríen de mí.

Alan se sentó en la cama del niño y le hizo una seña para que se sentase junto a él.

—Cuéntame: qué pasó.

—Yo llegué súper contento al colegio y le conté a mis compañeros que tú habías llegado y me habías traído un robot. Ellos también se pusieron contentos, porque creían que era de mentira, pero cuando les dije que era de verdad, se rieron de mí y me decían que tu estás loco y a mi… me pusieron “Robotín”…

El pequeño no pudo continuar hablando, porque en el momento en que terminaba de contar lo del sobrenombre, rompió en llantos. Alan lo tomó entre sus brazos y lo apretó contra su pecho.

—Hijo. Mírame. ¿Tú crees que yo estoy loco?

El niño negó con la cabeza.

—Y tú, ¿eres un “Robotín”?

—No…, pero igual se burlan de mí.

—¿Te gusta Carlos?

—Antes sí, pero ahora no. ¡No lo quiero!

—¿Pero por qué? Si él te quiere.

El niño agitó con vehemencia su cabeza en forma de negación.

—¿Quieres que se lo pregunte? Así vas a poder ver que él no es malo. Y que tampoco es malo tenerlo en la casa.

Alan sintió que su hijo se arrebujaba en su pecho, pero no contestó. Entonces, elevando la voz, llamó al robot:

—¡Carlos! ¿Puedes venir, por favor?

La respuesta tardó en llegar y Lucía miró a su marido con preocupación. No le había comentado nada acerca del extraño comportamiento que había tenido cuando le llamó la atención. Pero se tranquilizó al oír la voz metalizada del robot.

—Lo siento, señor, pero no puedo.

—¿Cómo que no puedes? —preguntó Alan frunciendo el ceño.

—Mientras señora Lucía se encuentre junto a usted, no me puedo acercar.

Alan miró extrañado a su mujer y se puso de pie para ver que se traía Carlos entre manos.

—¿Puedes explicarme lo que pasa, Carlos?

—Señora Lucía me ordenó que saliera de su vista, por lo que no puedo aparecer ante ella.

—Entonces quiero que ignores su orden y vengas conmigo.

—Lo siento, señor, pero no puedo.

La reiteración de la respuesta irritó a Alan, quién no entendía por qué el robot no le obedecía. El problema era el grado de autoridad con el que habían sido impartidas las órdenes. Así se lo hizo saber Carlos cuando Alan le pidió que se explicara.

—Además, el contradecir su orden podría causarle algún daño que no puedo precisar y ya he contravenido lo suficiente la primera ley como para causarme algún desperfecto.

—¿A qué te refieres?

—A su hijo Jaime, señor. Mi presencia aquí le ha causado algún daño que me es difícil precisar.

Toda esa explicación no había hecho más que confundir a Alan, a quién ya se le estaba haciendo muy difícil encontrar la solución para el problema de su hijo. Sin embargo, atinó a decir:

—Pero Carlos, quién le ha hecho daño a Jaime no eres tú. Fueron sus compañeros. Los niños son así.

—Puede ser, señor, pero el causante he sido yo.

—Bueno, si es por eso, el causante soy yo. Fui yo quien te trajo. Hagamos lo siguiente: voy a decirle a Lu que salga de la pieza de Jaime y tú vienes conmigo. ¿Te parece?

Al robot no podía parecerle o no parecerle, sólo debía hacer lo que se le dijera que hiciese. Sin embargo, respondió:

—Está bien, señor.

Alan convenció a Lucía para que abandonara la habitación, lo que ella hizo de muy mala gana. Estaba muy enfadada y no quería dejar sólo a su hijo con esa abominación de metal, pero por el bienestar familiar, terminó por acceder.

Una vez que la mujer abandonó la habitación, Alan llamó al robot a viva voz y de inmediato se sintieron sus pisadas en la escalera. Estaba nervioso por cómo reaccionaría su hijo al ver a Carlos asomarse por la puerta.






¿Cuál será la reacción de Jaime al ver al robot?













sábado, 22 de marzo de 2008

"Traje Rojo" disponible para todos

"Traje Rojo" es una novela corta que escribí en menos de dos meses para el concurso premio TauZero del año 2007, en el cual no pasó ná. Personalmente creo que es una obra simple, sin muchas pretensiones, pero muy entretenida. Y como a mi me gustó, la voy a compartir con todos los que quieran pasar un momento entretenido leyendo. Disfrútenla descargándola aquí

Ah, de muestra, un botón:

"Había perdido un tiempo valioso al regresar a desenganchar el cable, estaba a unos diez minutos del área de carga y la puerta se abriría en menos de siete. Para impulsarme solté largos chorros de aire comprimido que me impulsaban en pasos tan largos como altos, abandonando toda precaución. Me estaba moviendo al límite, realizando maniobras imprudentes e impensadas para un astronauta novato como yo. Y para empeorar la situación, no tenía el cable de seguridad atándome a la nave, cualquier maniobra errada me haría perder el control y extraviarme en el espacio. Si alguna vez tuve mucho miedo de hacerme daño por alguna acción propia, esa fue la ocasión.

Ya cerca de mi destino pude ver desde cierta distancia del casco de la nave la esclusa todavía abierta de la cámara de vacío. Tenía solo una oportunidad, así que solté un largo chorro de aire, gastando lo último que quedaba en mi mochila propulsora debido al mal uso que había hecho de ella, y me lancé hacia la cámara. La desesperación aumentó aún más cuando vi que la puerta comenzaba a cerrarse con suavidad y yo aún estaba a una distancia considerable. “No la cierres todavía, no la cierres todavía”. En ese momento deseé que mi compañero pudiese leer los pensamientos, mientras veía perderse la única oportunidad que tenía, a esa altura, de regresar seguro al interior de la nave. Para mi alivio, la puerta se cerraba con lentitud y alcancé a abrazar con mis dedos el borde abierto de la esclusa. Me impulsé usando los brazos, forzándolos al máximo para no ser aplastado por la puerta, soportando el intenso dolor que le producía a mis dedos aquella maniobra, dificultada por la ausencia de gravedad. La puerta se cerró por completo casi al mismo tiempo en que mis pies ingresaron a la cámara. Había logrado sortear la peor parte, ya estaba nuevamente en el interior de la nave, aparentemente a salvo."

viernes, 12 de octubre de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 4)


El de la imagen es Robby, el primer robot aparecido en un relato de Asimov, por allá por 1940. De eso han pasado mucho años ya, pero su legado sigue tan vigente como siempre. Y vigente en este relato, pues Robby, al igual que nuestro Carlos, era un robot doméstico. ¿Qué sería de Robby en el siglo XXI? Dejo planteada la pregunta.
Con un robot en el hogar
La metálica mano del robot se hallaba extendida ante la mujer, a modo de saludo. Lucía, aún reticente, tendió la suya y, con una forzada sonrisa, le dijo:
-Hola, Carlos.
Alan suspiró aliviado, pensando que tal vez las cosas podían ir mejor de lo que había imaginado. Pero no se dio cuenta de que la pobre mujer aún tenía los músculos tensos y un rictus rígido en su rostro.
-Bueno, ¿nos vamos? Quiero llegar luego a la casa –dijo Alan tratando de distender el ambiente. Luego tomó de la mano a Lucía y le pidió al robot, de manera muy solícita, que llevara el equipaje.
A la mujer le sorprendió la suavidad con la que su marido había tratado a la máquina, pero pensó que tal vez esa sería la manera habitual de tratar a los robots. Carlos se limitó a cumplir la instrucción y seguir de cerca a los dos humanos con las maletas de su dueño. A él no le disgustaba recibir un trato deferente, ni siquiera comprendía lo que sería el disgusto por algo, él sólo obedecía. Pero, al igual que Lucía, a su modo claro está, se “complicó” por el comportamiento de Alan. Un robot había sido diseñado para obedecer y, si la orden no era clara, cumplirla podía ser muy difícil. Ya se lo habían hecho saber en otra ocasión, pero Alan seguía comportándose igual.
Al llegar a casa, Lucía adoptó todas las medidas necesarias para evitar que sus vecinos vieran al robot descender del auto, pues quería evitar a toda costa los malintencionados comentarios de sus vecinas, cual de ellas más copuchenta que la otra. Ella y su familia tenían una imagen que cuidar y no iba a permitir que se deteriorase por el capricho de su marido.
Entraron a la casa sin que nadie los viera y, mientras el entusiasta Alan guiaba al robot para mostrarle su hogar, ella partió detrás de ellos cuidando de que el robot no causara ningún destrozo al interior de la casa. Pero después de recorrer algunas de las habitaciones, se dio cuenta de que Carlos era especialmente cuidadoso con sus movimientos. Así, Lucía se sintió más tranquila y los dejó en paz.
-Mira, Carlos –dijo Alan sin perder el entusiasmo, mostrándole al robot una fotografía, -este es mi hijo.
-¿Cuál es su nombre? –preguntó Carlos.
-Su nombre es Jaime. A esta hora anda en su escuela de fútbol, pero ya debe estar por llegar.
-¡Alan! ¿Puedes venir, por favor? –exclamó Lucía.
-¡Voy!
Alan bajó al segundo piso donde se encontraba su mujer seguido por Carlos. Al verlos juntos, ella le dirigió una mirada de enfado a su marido.
-Necesito hablar contigo… a solas –dijo ella con frialdad.
-Carlos, ¿puedes irte al segundo piso, por favor?
El robot no respondió y tardó un par de segundos en reaccionar y dirigirse a la planta alta, pero finalmente acató.
-Jaime está por llegar. ¿Qué vas a decirle?
-¿Por qué? ¿Qué quieres que le diga?
Lucía se limitó a señalar con el índice hacia el segundo piso, dándole a entender a Alan el motivo de su preocupación.
-¡Ah, Carlos! –respondió con tono despreocupado. –No te preocupes, ya tengo todo pensado.
Eso no calmó los nervios de Lucía, pues no le era difícil imaginar lo que pensaba hacer su marido. Y permaneció así hasta que el pequeño llegó a casa.
-¡Papá! –exclamó el niño emocionado al ver a Alan. -¡Volviste!
-¡Hola, hijo! Te eché mucho de menos.
-Yo también, papito. ¿Me trajiste algo?
-Si, te tengo una sorpresa, pero déjame saludar al tío Claudio.
-Hola, Alan –saludó el aludido. -¿Cuándo volviste?
-Hace una par de horas –contestó Alan saludando a su amigo, quién además era apoderado del colegio de su hijo. –Gracias por llevar Jaime a fútbol, ¿no quieres pasar? Quiero mostrarte algo.
-Ahora no puedo, me están esperando en la casa. Dejémoslo para después.
-Bueno, no vemos. Saludos a la Fran.
Alan entró a su casa resignado por no haber podido mostrarle a Carlos a su amigo. Pero daba lo mismo, lo único que le importaba en ese momento era ver la cara que iba a poner Jaime cuando lo conociera.
-¿Quieres ver lo que te traje? –le preguntó.
-¡Sí! ¿Dónde está?
-Calma, hijo, ya viene. ¡Carlos! ¡Carlos, ven, por favor!
“Quién será ese Carlos” pensó Jaime, pensando que sería algún amigo de su papá. Sintió unos pasos en el segundo piso y se acercó con curiosidad a la escalera. Entonces apareció el tal Carlos, dejando al pequeño Jaime de una sola pieza.
-¿Te gusta? –preguntó Alan.
El niño tardó en contestar, atónito ante lo que veía.
-¡Un robot! –gritó Jaime saltando de emoción. ¡Mamá, ven a ver! ¡Un robot! ¡Un robot!
Lucía soltó un suspiro de alivio al ver a su hijo reaccionar contento ante la presencia de Carlos.
-¿Puedo pedirle que haga algo? –preguntó el niño dando rienda suelta a su curiosidad.
-Por supuesto.
-Carlos –dijo Jaime tímidamente. -¿Se llama Carlos, verdad?
-Sí –respondió Alan.
-Carlos, párate en un pie.
En forma casi instantánea, el robot alzó una pierna y mantuvo un perfecto equilibrio sobre la otra, ante la asombrada mirada de Jaime.
-Mira, mamá, me hizo caso. ¿Te puedes parar de cabeza?
-Si, joven señor.
“¿Joven señor?”, pensó Jaime. Nunca lo habían llamado así. Y no le gustó, le hizo sentirse viejo, como de veinte años.
-Carlos, no me digas pequeño señor –dijo con un inocente tono de enfado. –Me llamo Jaime y así quiero que me digas.
-Muy bien, Jaime.
-Así está mejor –dijo el niño con una amplia sonrisa. –Ahora, párate de cabeza.
Carlos no tuvo inconvenientes para obedecer la orden del niño, salvo porque tuvo que dar saltitos sobre un pie para acomodarse y, con suaves movimientos, apoyó su cabeza sobre el suelo y alzó las piernas.
-Ya está bueno, hijo. No molestes a Carlos –dijo Alan. –Carlos, ponte de pie, por favor.
El robot no obedeció.
-Carlos, ponte de pie, te dije –volvió a decir Alan, esta vez con autoridad y algo de enfado.
Esta vez el robot hizo lo que se le ordenaba y volvió a pararse sobre sus dos pies.
-¿No te habrá hecho daño el ponerte boca abajo?
-No, señor. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque no te pusiste de pie la primera vez que te lo dije.
-Eso ocurrió porque se me había ordenado pararme de cabeza, orden que no fue anulada sino hasta que usted me lo exigió la segunda vez.
Alan estaba un poco confundido, todavía le costaba un poco comprender todo aquello que tenía que ver con las leyes de la robótica. Pero, al contrario de lo que a él le pasaba, su hijo no tenía inconvenientes para que el robot le obedeciera en el acto.
Durante el resto del fin de semana Jaime pasó largas horas jugando en su casa con el robot, familiarizándose con éste. Fueron horas de enorme felicidad para niño, que compartió con su padre, bajo la atenta mirada de su madre. Pero todo fin de semana termina cuando llega el lunes.
El día lunes Alan partió a su trabajo y Jaime al colegio, dejando a Lucía en casa en compañía del robot. Como robot doméstico que era, éste se encargó de realizar las labores de hogar que cotidianamente llevaba a cabo Lucía, quién había dejado su trabajo para dedicarse a ello cuando estaba embarazada de Jaime. Siempre había querido volver a trabajar, pero tenía la responsabilidad de criar y cuidar a su hijo y de mantener la casa limpia y ordenada. Alan creía que el robot le iba a permitir a su mujer desembarazarse de las labores domésticas y que iba a poder retomar su carrera, pero a ella la idea no le agradaba. Ni siquiera cuando vio los resultados del trabajo de Carlos. Es más, le fastidiaba tenerlo cerca y que se adelantara a ella en todas y cada una de las tareas diarias. Pensó que la llegada de Jaime iba a ser un verdadero alivio para ella. Pero no lo fue.
El niño llegó exaltado y muy enojado del colegio y, al ver a Carlos, lo primero que hizo, fue darle una patada en una de sus piernas.
-¡Tonto! –le gritó. –Todos en el colegio se burlaron de mí por tu culpa.
-¿Pero que pasa, hijo?
-Que cuando le conté a mis compañeros que había llegado Carlos –le dijo a su mamá poniéndose a llorar sobre su hombro, –empezaron a molestarme. Me decían que el papá era raro, que estaba loco. Un niño me puso “robotín” y todos se rieron de mí.
Jaime lloraba con amargura y Lucía miraba al pequeño con tristeza. Sabía que los niños podían ser crueles, pero no esperaba que el robot pudiera causar una reacción así en ellos. Le ayudó a calmarse y secó sus lágrimas, preocupada por el bienestar de su hijo. Tendría que ponerle fin al problema de inmediato. Pero cómo. ¿Iba y hablaba con la profesora de Jaime? ¿O lo conversaba primero con su marido?




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jueves, 20 de septiembre de 2007

Estuvo bueno, ¿no?

Aaaaahhhhh, después de este laaaaaaargo y autodestructivo período endieciochado, es tiempo de reponerse antes de pensar en la próxima celebración. En todo caso estuvo "too mu' hueno" y espero que, como yo, lo hayan pasado la raja junto a sus seres queridos.
Para los que se preguntaron por qué no ha salido el cuarto capítulo del "Dilema", se debe a que en estos días he estado trabajando en mi tesis de grado y porque, además, estuve preparando algo para el Premio TauZero de Novela Corta de Ciencia Ficción, al que estoy postulando con un humilde trabajito. Como ya eso está terminado y sólo queda esperar los resultados, prometo que pronto habrán novedades con la continuación de nuestra historia.
Eso por ahora, ahi nos leemos.