miércoles, 26 de noviembre de 2008

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 5)



El niño y la bestia de metal

Lucía miró indignada al robot y, al contemplar su rostro inexpresivo, le gritó:

—¿Ves el daño que le hiciste a mi hijo?

Carlos se quedó inmóvil y sin respuesta. Lucía se preocupó al verlo tan impasible, tan frío y sin atisbo de vida, algo exagerado, incluso para una máquina como él. Entonces, haciendo un esfuerzo por controlar su mal humor, le dijo con tranquilidad:

—Sal de mi vista, Carlos.

Obedientemente, el robot se retiró a no mucha distancia, pero fuera del alcance visual de la mujer. Ella, aliviada al ver que éste aún seguía funcionando, cogió el teléfono y presionó el botón que marcaba el número del trabajo de Alan.

—Hola, amor, ¿qué pasa? —preguntó Alan una vez que lo comunicaron. El rostro de su mujer en la pantalla no disimulaba su evidente enfado.

—Tenemos un problema de metal —dijo ella.

Alan dio un largo suspiro antes de preguntar:

—¿Qué pasó ahora?

—Jaime tuvo problemas en el colegio por culpa de tu maldita máquina. ¡Todos lo niños se burlaron de él! El pobrecito se puso a llorar en cuanto me vio, estaba desesperado.

—Pero, ¿por qué?

—¿Cómo crees que se iban a tomar el hecho de que tuviera un robot en su casa? ¿Sabes cómo le pusieron? “Robotín”. Está indignado y no quiere volver al colegio. Voy a ir a hablar con su profesora.

—Espera, Lu, cálmate. Déjame conversar con él cuando llegue a la casa, ¿bueno?

—Está bien. Pero espero que hagas algo al respecto.

Tras cortar la comunicación, Lucía se sintió un poco más tranquila, esperanzada en que Alan haría algo para resolver la situación. Pasó gran parte de lo que quedaba del día junto al pequeño Jaime, tratando de entusiasmarlo para que jugara o se distrajera en alguna actividad que le permitiera olvidar lo que le había pasado, pero el niño no mostró mayor interés. Y durante el resto de la tarde, de Carlos no vio ni su sombra.

Al llegar Alan de vuelta a casa, el recibimiento que tuvo fue bastante frío. Jaime no corrió como de costumbre a recibirlo con un abrazo y Lucía se limitó a dirigirle un simple “hola”, acompañado de un beso bastante amargo. Alan supuso que lo mejor sería ir directo al grano. Acompañado por su mujer se dirigió a la habitación de su hijo y, al verlo, lo saludó con dulzura.

—Hola, hijo. ¿Cómo estás?

—Bien —respondió el pequeño entre sollozos.

—¿Qué pasa, campeón?

—Mis amigos ya no me quieren, se ríen de mí.

Alan se sentó en la cama del niño y le hizo una seña para que se sentase junto a él.

—Cuéntame: qué pasó.

—Yo llegué súper contento al colegio y le conté a mis compañeros que tú habías llegado y me habías traído un robot. Ellos también se pusieron contentos, porque creían que era de mentira, pero cuando les dije que era de verdad, se rieron de mí y me decían que tu estás loco y a mi… me pusieron “Robotín”…

El pequeño no pudo continuar hablando, porque en el momento en que terminaba de contar lo del sobrenombre, rompió en llantos. Alan lo tomó entre sus brazos y lo apretó contra su pecho.

—Hijo. Mírame. ¿Tú crees que yo estoy loco?

El niño negó con la cabeza.

—Y tú, ¿eres un “Robotín”?

—No…, pero igual se burlan de mí.

—¿Te gusta Carlos?

—Antes sí, pero ahora no. ¡No lo quiero!

—¿Pero por qué? Si él te quiere.

El niño agitó con vehemencia su cabeza en forma de negación.

—¿Quieres que se lo pregunte? Así vas a poder ver que él no es malo. Y que tampoco es malo tenerlo en la casa.

Alan sintió que su hijo se arrebujaba en su pecho, pero no contestó. Entonces, elevando la voz, llamó al robot:

—¡Carlos! ¿Puedes venir, por favor?

La respuesta tardó en llegar y Lucía miró a su marido con preocupación. No le había comentado nada acerca del extraño comportamiento que había tenido cuando le llamó la atención. Pero se tranquilizó al oír la voz metalizada del robot.

—Lo siento, señor, pero no puedo.

—¿Cómo que no puedes? —preguntó Alan frunciendo el ceño.

—Mientras señora Lucía se encuentre junto a usted, no me puedo acercar.

Alan miró extrañado a su mujer y se puso de pie para ver que se traía Carlos entre manos.

—¿Puedes explicarme lo que pasa, Carlos?

—Señora Lucía me ordenó que saliera de su vista, por lo que no puedo aparecer ante ella.

—Entonces quiero que ignores su orden y vengas conmigo.

—Lo siento, señor, pero no puedo.

La reiteración de la respuesta irritó a Alan, quién no entendía por qué el robot no le obedecía. El problema era el grado de autoridad con el que habían sido impartidas las órdenes. Así se lo hizo saber Carlos cuando Alan le pidió que se explicara.

—Además, el contradecir su orden podría causarle algún daño que no puedo precisar y ya he contravenido lo suficiente la primera ley como para causarme algún desperfecto.

—¿A qué te refieres?

—A su hijo Jaime, señor. Mi presencia aquí le ha causado algún daño que me es difícil precisar.

Toda esa explicación no había hecho más que confundir a Alan, a quién ya se le estaba haciendo muy difícil encontrar la solución para el problema de su hijo. Sin embargo, atinó a decir:

—Pero Carlos, quién le ha hecho daño a Jaime no eres tú. Fueron sus compañeros. Los niños son así.

—Puede ser, señor, pero el causante he sido yo.

—Bueno, si es por eso, el causante soy yo. Fui yo quien te trajo. Hagamos lo siguiente: voy a decirle a Lu que salga de la pieza de Jaime y tú vienes conmigo. ¿Te parece?

Al robot no podía parecerle o no parecerle, sólo debía hacer lo que se le dijera que hiciese. Sin embargo, respondió:

—Está bien, señor.

Alan convenció a Lucía para que abandonara la habitación, lo que ella hizo de muy mala gana. Estaba muy enfadada y no quería dejar sólo a su hijo con esa abominación de metal, pero por el bienestar familiar, terminó por acceder.

Una vez que la mujer abandonó la habitación, Alan llamó al robot a viva voz y de inmediato se sintieron sus pisadas en la escalera. Estaba nervioso por cómo reaccionaría su hijo al ver a Carlos asomarse por la puerta.






¿Cuál será la reacción de Jaime al ver al robot?













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