viernes, 12 de octubre de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 4)


El de la imagen es Robby, el primer robot aparecido en un relato de Asimov, por allá por 1940. De eso han pasado mucho años ya, pero su legado sigue tan vigente como siempre. Y vigente en este relato, pues Robby, al igual que nuestro Carlos, era un robot doméstico. ¿Qué sería de Robby en el siglo XXI? Dejo planteada la pregunta.
Con un robot en el hogar
La metálica mano del robot se hallaba extendida ante la mujer, a modo de saludo. Lucía, aún reticente, tendió la suya y, con una forzada sonrisa, le dijo:
-Hola, Carlos.
Alan suspiró aliviado, pensando que tal vez las cosas podían ir mejor de lo que había imaginado. Pero no se dio cuenta de que la pobre mujer aún tenía los músculos tensos y un rictus rígido en su rostro.
-Bueno, ¿nos vamos? Quiero llegar luego a la casa –dijo Alan tratando de distender el ambiente. Luego tomó de la mano a Lucía y le pidió al robot, de manera muy solícita, que llevara el equipaje.
A la mujer le sorprendió la suavidad con la que su marido había tratado a la máquina, pero pensó que tal vez esa sería la manera habitual de tratar a los robots. Carlos se limitó a cumplir la instrucción y seguir de cerca a los dos humanos con las maletas de su dueño. A él no le disgustaba recibir un trato deferente, ni siquiera comprendía lo que sería el disgusto por algo, él sólo obedecía. Pero, al igual que Lucía, a su modo claro está, se “complicó” por el comportamiento de Alan. Un robot había sido diseñado para obedecer y, si la orden no era clara, cumplirla podía ser muy difícil. Ya se lo habían hecho saber en otra ocasión, pero Alan seguía comportándose igual.
Al llegar a casa, Lucía adoptó todas las medidas necesarias para evitar que sus vecinos vieran al robot descender del auto, pues quería evitar a toda costa los malintencionados comentarios de sus vecinas, cual de ellas más copuchenta que la otra. Ella y su familia tenían una imagen que cuidar y no iba a permitir que se deteriorase por el capricho de su marido.
Entraron a la casa sin que nadie los viera y, mientras el entusiasta Alan guiaba al robot para mostrarle su hogar, ella partió detrás de ellos cuidando de que el robot no causara ningún destrozo al interior de la casa. Pero después de recorrer algunas de las habitaciones, se dio cuenta de que Carlos era especialmente cuidadoso con sus movimientos. Así, Lucía se sintió más tranquila y los dejó en paz.
-Mira, Carlos –dijo Alan sin perder el entusiasmo, mostrándole al robot una fotografía, -este es mi hijo.
-¿Cuál es su nombre? –preguntó Carlos.
-Su nombre es Jaime. A esta hora anda en su escuela de fútbol, pero ya debe estar por llegar.
-¡Alan! ¿Puedes venir, por favor? –exclamó Lucía.
-¡Voy!
Alan bajó al segundo piso donde se encontraba su mujer seguido por Carlos. Al verlos juntos, ella le dirigió una mirada de enfado a su marido.
-Necesito hablar contigo… a solas –dijo ella con frialdad.
-Carlos, ¿puedes irte al segundo piso, por favor?
El robot no respondió y tardó un par de segundos en reaccionar y dirigirse a la planta alta, pero finalmente acató.
-Jaime está por llegar. ¿Qué vas a decirle?
-¿Por qué? ¿Qué quieres que le diga?
Lucía se limitó a señalar con el índice hacia el segundo piso, dándole a entender a Alan el motivo de su preocupación.
-¡Ah, Carlos! –respondió con tono despreocupado. –No te preocupes, ya tengo todo pensado.
Eso no calmó los nervios de Lucía, pues no le era difícil imaginar lo que pensaba hacer su marido. Y permaneció así hasta que el pequeño llegó a casa.
-¡Papá! –exclamó el niño emocionado al ver a Alan. -¡Volviste!
-¡Hola, hijo! Te eché mucho de menos.
-Yo también, papito. ¿Me trajiste algo?
-Si, te tengo una sorpresa, pero déjame saludar al tío Claudio.
-Hola, Alan –saludó el aludido. -¿Cuándo volviste?
-Hace una par de horas –contestó Alan saludando a su amigo, quién además era apoderado del colegio de su hijo. –Gracias por llevar Jaime a fútbol, ¿no quieres pasar? Quiero mostrarte algo.
-Ahora no puedo, me están esperando en la casa. Dejémoslo para después.
-Bueno, no vemos. Saludos a la Fran.
Alan entró a su casa resignado por no haber podido mostrarle a Carlos a su amigo. Pero daba lo mismo, lo único que le importaba en ese momento era ver la cara que iba a poner Jaime cuando lo conociera.
-¿Quieres ver lo que te traje? –le preguntó.
-¡Sí! ¿Dónde está?
-Calma, hijo, ya viene. ¡Carlos! ¡Carlos, ven, por favor!
“Quién será ese Carlos” pensó Jaime, pensando que sería algún amigo de su papá. Sintió unos pasos en el segundo piso y se acercó con curiosidad a la escalera. Entonces apareció el tal Carlos, dejando al pequeño Jaime de una sola pieza.
-¿Te gusta? –preguntó Alan.
El niño tardó en contestar, atónito ante lo que veía.
-¡Un robot! –gritó Jaime saltando de emoción. ¡Mamá, ven a ver! ¡Un robot! ¡Un robot!
Lucía soltó un suspiro de alivio al ver a su hijo reaccionar contento ante la presencia de Carlos.
-¿Puedo pedirle que haga algo? –preguntó el niño dando rienda suelta a su curiosidad.
-Por supuesto.
-Carlos –dijo Jaime tímidamente. -¿Se llama Carlos, verdad?
-Sí –respondió Alan.
-Carlos, párate en un pie.
En forma casi instantánea, el robot alzó una pierna y mantuvo un perfecto equilibrio sobre la otra, ante la asombrada mirada de Jaime.
-Mira, mamá, me hizo caso. ¿Te puedes parar de cabeza?
-Si, joven señor.
“¿Joven señor?”, pensó Jaime. Nunca lo habían llamado así. Y no le gustó, le hizo sentirse viejo, como de veinte años.
-Carlos, no me digas pequeño señor –dijo con un inocente tono de enfado. –Me llamo Jaime y así quiero que me digas.
-Muy bien, Jaime.
-Así está mejor –dijo el niño con una amplia sonrisa. –Ahora, párate de cabeza.
Carlos no tuvo inconvenientes para obedecer la orden del niño, salvo porque tuvo que dar saltitos sobre un pie para acomodarse y, con suaves movimientos, apoyó su cabeza sobre el suelo y alzó las piernas.
-Ya está bueno, hijo. No molestes a Carlos –dijo Alan. –Carlos, ponte de pie, por favor.
El robot no obedeció.
-Carlos, ponte de pie, te dije –volvió a decir Alan, esta vez con autoridad y algo de enfado.
Esta vez el robot hizo lo que se le ordenaba y volvió a pararse sobre sus dos pies.
-¿No te habrá hecho daño el ponerte boca abajo?
-No, señor. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque no te pusiste de pie la primera vez que te lo dije.
-Eso ocurrió porque se me había ordenado pararme de cabeza, orden que no fue anulada sino hasta que usted me lo exigió la segunda vez.
Alan estaba un poco confundido, todavía le costaba un poco comprender todo aquello que tenía que ver con las leyes de la robótica. Pero, al contrario de lo que a él le pasaba, su hijo no tenía inconvenientes para que el robot le obedeciera en el acto.
Durante el resto del fin de semana Jaime pasó largas horas jugando en su casa con el robot, familiarizándose con éste. Fueron horas de enorme felicidad para niño, que compartió con su padre, bajo la atenta mirada de su madre. Pero todo fin de semana termina cuando llega el lunes.
El día lunes Alan partió a su trabajo y Jaime al colegio, dejando a Lucía en casa en compañía del robot. Como robot doméstico que era, éste se encargó de realizar las labores de hogar que cotidianamente llevaba a cabo Lucía, quién había dejado su trabajo para dedicarse a ello cuando estaba embarazada de Jaime. Siempre había querido volver a trabajar, pero tenía la responsabilidad de criar y cuidar a su hijo y de mantener la casa limpia y ordenada. Alan creía que el robot le iba a permitir a su mujer desembarazarse de las labores domésticas y que iba a poder retomar su carrera, pero a ella la idea no le agradaba. Ni siquiera cuando vio los resultados del trabajo de Carlos. Es más, le fastidiaba tenerlo cerca y que se adelantara a ella en todas y cada una de las tareas diarias. Pensó que la llegada de Jaime iba a ser un verdadero alivio para ella. Pero no lo fue.
El niño llegó exaltado y muy enojado del colegio y, al ver a Carlos, lo primero que hizo, fue darle una patada en una de sus piernas.
-¡Tonto! –le gritó. –Todos en el colegio se burlaron de mí por tu culpa.
-¿Pero que pasa, hijo?
-Que cuando le conté a mis compañeros que había llegado Carlos –le dijo a su mamá poniéndose a llorar sobre su hombro, –empezaron a molestarme. Me decían que el papá era raro, que estaba loco. Un niño me puso “robotín” y todos se rieron de mí.
Jaime lloraba con amargura y Lucía miraba al pequeño con tristeza. Sabía que los niños podían ser crueles, pero no esperaba que el robot pudiera causar una reacción así en ellos. Le ayudó a calmarse y secó sus lágrimas, preocupada por el bienestar de su hijo. Tendría que ponerle fin al problema de inmediato. Pero cómo. ¿Iba y hablaba con la profesora de Jaime? ¿O lo conversaba primero con su marido?




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jueves, 20 de septiembre de 2007

Estuvo bueno, ¿no?

Aaaaahhhhh, después de este laaaaaaargo y autodestructivo período endieciochado, es tiempo de reponerse antes de pensar en la próxima celebración. En todo caso estuvo "too mu' hueno" y espero que, como yo, lo hayan pasado la raja junto a sus seres queridos.
Para los que se preguntaron por qué no ha salido el cuarto capítulo del "Dilema", se debe a que en estos días he estado trabajando en mi tesis de grado y porque, además, estuve preparando algo para el Premio TauZero de Novela Corta de Ciencia Ficción, al que estoy postulando con un humilde trabajito. Como ya eso está terminado y sólo queda esperar los resultados, prometo que pronto habrán novedades con la continuación de nuestra historia.
Eso por ahora, ahi nos leemos.

martes, 31 de julio de 2007

¿Y qué hacemos ahora?

Ha pasado el tiempo y los votos por el tercer capítulo de Dilema Positrónico no fueron muchos y la encuesta ya se ha cerrado. Pero el problema no es ese pues, como pueden ver, dicha encuesta terminó en empate. Entonces la pregunta es: ¿Ahora qué hacemos? Creo que siendo éste un espacio abierto, lo mejor es escuchar las sugerencias de quiénes visitan y leen el blog y a partir de ellas tomar una decisión, ya que como escribí en la introducción del capítulo en mención, debe ser la elección más trascendental hasta ahora. Así que, amigas y amigos, espero sus opiniones.

lunes, 28 de mayo de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 3)

Paciencia. Que gran virtud. Lástima que se la ve tan poco hoy por hoy. Pero sé que ustedes la tuvieron y les aseguro que se verá recompensada con este nuevo capítulo en que el relato ya comienza a tomar forma. Y la decisión que ahora deben tomar será trascendental para el curso de la historia.
Gracias a todos por su paciencia. Y ahora, a disfrutar, que de eso se trata la vida.
Ah, y no se olviden de votar y de invitar a otros para que compartir esta narración ("apoyemos al artista nacional". Cliché fome y repetido, pero funciona).


El Complejo de Frankenstein

Los escasos segundos que se tomó la funcionaria estuvieron a punto de colmar la paciencia de Alan. Sin embargo, para alivio suyo, la atribulada mujer le dijo:

-Aquí tiene, señor. Buen viaje y disculpe las molestias.

Alan recibió los boletos notando el temblor en las manos de la mujer. Era un atado de nervios y, pese a que lo intentó, no pudo evitar evidenciarlo.

-Gracias, señorita. Nos vamos, Carlos.

A medida que el robot se alejaba, la funcionaria fue recuperando la compostura y sus nervios comenzaron a calmarse lentamente.

Por su parte, el ánimo de Alan también se fue calmando mientras caminaba. Pero todavía faltaba pasar por los trámites de extranjería y el pobre supuso que los problemas no habían terminado para ellos. Pero, para sorpresa suya, el agente de extranjería ni se inmutó cuando llegó hasta su ventanilla el lustroso robot.

-Good morning, sr.

-Good morning –contestó Alan en su imperfecto inglés al tiempo que entregaba sus documentos y el certificado de US Robotics con la identificación de Carlos.

-So, you are travelling with this robot, rigth?

Alan miró al robot, esperando que interpretara lo que el agente había dicho.

-Dice: “va a viajar con este robot, ¿cierto?”

-Yes –respondió Alan, sorprendido por la serenidad del agente.

-There’s no many peolpe travelling with something like this. The robots scares them.

-“No hay mucha gente viajando con algo como eso. Los robots los asustan”.

-Ya me di cuenta.

El agente de extranjería tomó algunos segundos en verificar la documentación de Alan y el certificado del robot y se los entregó de vuelta, deseándole un buen viaje.

Después del trámite, Alan deambuló por los pasillos del aeropuerto, seguido por Carlos, sumido en confusos pensamientos. Nunca había prestado atención a aquellos que se burlaban de su loco sueño de tener un robot, de quiénes le decían que no era más que una idea ridícula. Pero desde que estaba con Carlos, cada vez que se acercaban a alguien, Alan había notado como intentaban hacerse a un lado o se ponían muy nerviosos y evitaban tener contacto con ellos. Incluso llegó a pensar que tal vez efectivamente era un bicho raro por su extraña afición por los robots. Pero el reciente encuentro con el funcionario de extranjería le mostró que no todos les temían. A lo mejor no les agradaban, pero su presencia no les producía alergia. Tal vez él no era el único “bicho raro” al que le agradaban. ¿O lo era?

-Señor, es el último llamado para abordar nuestro vuelo –dijo Carlos interrumpiendo las meditaciones de su dueño.

Alan había estado tan sumido en sus pensamientos, que no había oído los anteriores llamados por altoparlantes. Y, como no quería perder el avión, corrió presuroso a abordarlo. Y, tal como era de esperar, la azafata quedó perpleja al ver que iba acompañado por un robot. La asistente recibió maquinalmente los pasajes que le estaba entregando Alan y le dijo:

-Please, wait here, sir.

Y desapareció entrando en la cabina del piloto.

-¿Qué rayos le pasa? –se preguntó Alan atónito.

-Sólo dijo que esperáramos aquí.

“Sí, ya sé” se dijo Alan a sí mismo bastante molesto. No necesitaba que el robot tradujera absolutamente todo lo que le decían.

Al cabo de un rato regresó la azafata y, antes de que dijera nada, Alan le preguntó:

-¿Hay algún problema, señorita?

Ella, al darse cuenta de cual era el idioma original del pasajero y usando el tono más amable que pudo encontrar, le respondió:

-Señor, me temo que el vuelo ha sido sobrevendido, pero hay un par de lugares en clase ejecutiva que pueden usar usted y su…

La mujer miró de soslayo al robot, como si de esa manera fuera suficiente para darse a entender. Pese a lo extraño que suponía ser la situación para una línea aérea tan prestigiosa, Alan aceptó de buen grado y buscó los asientos que le había asignado la azafata. Por supuesto que se encontraban en un rincón lejos de las miradas de los demás pasajeros que viajaban en la misma clase que, para fortuna de la tripulación, no eran muchos.

Alan le ordenó al robot sentarse junto a la ventanilla, a pesar de que a él mismo le hubiese gustado ocupar esa plaza, pero imaginaba que sería lo mejor si quería evitarse más molestias.

Una vez que el avión estuvo en el aire, Alan le preguntó a Carlos:

-¿Crees en lo que dijo la azafata?

-¿A qué se refiere, señor?

-Eso de que el vuelo estaba sobrevendido.

-No, señor.

-¿Por qué?

-Lo primero que me lleva a concluir eso fue su reacción al verme. Estaba muy nerviosa y eso quedó claro cuando volvió con nuestros pasajes, pues le costó mucho trabajo mentir. Era cosa de ver la expresión de sus ojos y el ligero temblor en sus manos.

-¿Puedes notar cuando alguien miente?

-Sí, señor. Hay señales que para mí son muy evidentes. Puede que sea más difícil con algunas personas, pero no era el caso de la asistente de vuelo.

Luego pasaron varias horas en que no cruzaron palabra alguna. Y no era porque Alan no tuviera ganas de conversar, sino que porque aún le rondaban en la cabeza sus anteriores pensamientos. Le atormentaba en particular la última pregunta que se había hecho: ¿era realmente un bicho raro? Y si así era, ¿por qué era él el bicho raro? Claro, a la mayoría no le agradaban los robots, incluso la mayoría les temía por alguna razón. Pero eran ellos los que padecían del famoso complejo de Frankentstein, no él. Fuera lo que fuera que eso quisiera decir. A Alan le costaba comprender ese temor irracional a que una creación humana tan útil y fascinante pudiera ser superior a sus creadores, tanto física como mentalmente. Un robot era prácticamente inmortal desde el punto de vista de lo efímera de la vida humana y no tenían problemas para desarrollar las labores físicas más pesadas y sus cerebros positrónicos les permitían realizar operaciones mentales a una velocidad 300 veces superior a la de un cerebro humano, sin contar la cantidad de operaciones simultáneas que podían llevar a cabo. Muchos temían que fueran a ser reemplazados en sus trabajos por un robot. Y el miedo a quedar sin empleo estaba presente en muchas personas.

Para Alan era todo mucho más simple. Los robots eran muy útiles para realizar aquellas labores que eran desagradables o muy riesgosas para los seres humanos. Incluso en el hogar podían ser de gran utilidad ayudando a simplificar las tareas domésticas y aumentar la eficiencia del presupuesto familiar. Y por si su utilidad sirviera de poco como argumento a su favor, además estaba las tres leyes de la robótica que garantizaban que fueran mucho más seguros que otos útiles inventos humanos.

Finalmente Alan se cansó de tanto darle vueltas al asunto y se decidió a charlar con Carlos. Por supuesto, la voz metálica del robot provocó que muchos curiosos se voltearan disimuladamente para observarlo. Los otros pasajeros se veían incómodos, pero ya no había nada que hacer más que aguantar hasta que el avión aterrizara.

Al cabo de varias horas de vuelo, el avión se posó con suavidad sobre la loza del aeropuerto de Pudahuel, donde el recibimiento no fue muy distinto a la despedida en Estados Unidos.

-Bienvenido a Chile, Carlos –dijo Alan un poco triste al ver que la reacción de la gente era igual que en todos los lugares donde habían estado antes.

Por alguna razón esperaba que al menos al funcionario de Policía Internacional no le incomodara la presencia del robot. Pero no fue así.

-Buenas tardes, señor, sus… -dijo el policía y se quedó sin voz al ver a Carlos.

Alan entregó su documentación y el certificado del robot al funcionario quién revisó que todo estuviera en orden y los despachó rápidamente. Y como luego debía pasar por la aduana, le ordenó a Carlos que esperara en un lugar apartado.

-¿Dígame, señor? –dijo la agente aduanera. -¿Tiene algo que declarar?

Alan se limitó a entregarle el certificado del robot.

-¡¿Un robot?! –exclamó ella sorprendida.

-Si, un robot –contestó Alan con fastidio.

La agente aduanera timbró el certificado y el formulario que Alan había llenado en el avión y le explicó que el robot estaba exento del pago de impuesto aduanero debido a los tratados de doble tributación entre Chile y Estados Unidos para la importación de tecnología. Por supuesto que a Alan no le interesaba más que saber que no tenía que pagar impuestos.

Después de su “fascinante” declaración, Alan fue por Carlos y comenzó el paseo por el aeropuerto. Todos se volteaban para verlos sin disimulo y la gente cuchicheaba entre sí. Era muy incómodo escuchar los constante “mira eso” o los chillidos de “¡un robot!” que profería una que otra jovencita cuando les veían. Al menos habían llamado la atención.

Pero había algo que preocupaba más a Alan en ese momento: su esposa. Era sabido que ella no era precisamente una más de los bichos raros fanáticos de los robots. Por el contrario, era de las personas “normales” a los que les desagradaba la idea de compartir el mismo espacio con un ser artificial. Bueno, por lo menos nunca había dicho que le daría miedo estar en presencia de uno de ellos. En todo caso Alan estaba muy nervioso pensando en como reaccionaría su esposa. Su corazón latía como un redoble de tambor y, cuando salió del área de “llegadas internacionales”, parecía que se le iba a salir del pecho. Cuando la vio, corrió a saludarla estrechándola en un fuerte abrazo. Ella también estaba nerviosa, eso se notaba.

-Ven, mi amor, quiero presentarte a alguien. Lu, el es Carlos, nuestro nuevo robot; Carlos ella es Lucía, mi mujer.

-Es un gusto conocerla, señora. El señor me habló mucho sobre usted.

Los segundos siguientes fueron eternos para Alan, quién veía pasar la eternidad ante sus ojos. ¿Cómo iba a reaccionar su mujer?




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jueves, 17 de mayo de 2007

Presentando a Kamken (un grato paréntesis)

Gracias a todos quienes disfrutan con esta esta página y aportan eligiendo su opción preferida Hace bastante más de un mes que publiqué el segundo capítulo del Dilema Positrónico y sé que muchos estarán ansiosos por leer lo que sigue. Así que parto con pedir las disculpas del caso por mantenerlos en ascuas y la razón es que, por estar estudiando para mi examen de grado, se me hace un poco difícil encontrar un tiempo para escribir. Sin embargo voy a hacer lo posible por continuar durante estos días y publicar antes de que termine el fin de semana largo.

Y mientras eso pasa, les quiero presentar a la banda chilena Kamken y el video del primer single de su nuevo album, "Disco Vital", titulado Primitivo Afecto.



Este es el tercer disco de esta banda de rock progresivo y, según las mismas palabras de su bajista y vocalista, Miguel Torreblanca, es de gusto más masivo que sus anteriores placas.
Kamken va a realizar el lanzamiento de este nuevo album en las siguientes fechas:

1er lanzamiento: viernes 15 de junio
ex-teatro U. ARCIS / actual café del teatro
metro santa ana (agustinas/norte sur)
entrada: $2.500 - 22.30hrs
---
2do lanzamiento confirmado!!!
jueves 12 de julio en el living (cine arte alameda)
Alameda 139 - Santiago / Metro Baquedano
entrada: $2.000 - 22.30hrs

Para mayor información, visiten la página http://www.kamken.cl/
También pueden ver otros videos en: http://www.youtube.com/results?search_query=kamken&search=Search

lunes, 9 de abril de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 2)

Gracias a todos los que han participado con sus cometarios y con sus votos, haciendo posible que este experimento siga adelante. Es un agrado para mi saber que quiénes siguen esta historia la están disfrutando y espero que sigan gozando con ella. Pero el piloto ya terminó y ahora es tiempo de avanzar en serio, así que los invito a seguir participando.
  • No es tan sencillo tener un robot
Alan no lo pensó ni por un instante, quería ver a su robot funcionando ya.
-Armado y funcionando –le contestó a Walsh, a quién la decisión le parecía un poco extraña. Pero, en fin, allá él. El cliente siempre tiene la razón.
Un técnico acudió presuroso al llamado del agente de ventas y procedió al armado del robot. Alan miraba fascinado como iba encajando cada parte del cuerpo metálico en su lugar. No era difícil de hacer, incluso él mismo podría haberlo armado, pero ya había tomado su decisión. Y no se arrepentía de ello.
-It’s ready –dijo el técnico.
-Thank you, Carl –contestó Walsh al tiempo que el técnico se retiraba. –Su robot ya está armado, mr. Sólo falta activarlo.
Alan no esperó más y, siguiendo las instrucciones del agente de ventas, activó el switch ubicado en la nuca del robot, haciendo que éste cobrara vida.
-Hello, sir. My serial number is CRL-102.
-¿No puede decirlo en español? –preguntó Alan.
-Solo déle una orden precisa –respondió Walsh.
Alan, dubitativo, se dirigió al robot y le dijo con voz de dudosa autoridad:
-Repite eso en español…, por favor.
-Hola, señor. Mi número de serie el CRL-102. ¿Puedo servirle en algo?
Alan no podía ocultar su cara de felicidad al escuchar la voz metálica del robot hablándole directamente a él.
-Una última recomendación. El robot obedecerá mejor una orden mientras más precisa y con mayor autoridad sea dada. Eso evitará conflictos con la 2ª ley de la robótica.
-Muchas gracias por todo, señor Walsh.
-Espero que su robot le sea de utilidad. Recuerde que dentro de dos años uno de nuestros técnicos lo visitará para hacerle la mantención.
Walsh acompañó a Alan de vuelta al automóvil que los había llevado hasta la fábrica y lo vio partir junto a su nuevo robot. Una hora y media más tarde, Alan estaba de vuelta en el hotel. El automóvil se estacionó frente a la entrada del hotel y, antes de que el robot pudiera bajar, un botones salió presuroso a su encuentro.
-Señor –dijo en su imperfecto español-, el hotel ofrece estacionamiento bajo tierra para que pueda…
Mientras el botones encontraba la palabra adecuada para convencer a Alan, el robot se percató del dilema que lo aquejaba.
-Señor, me parece que a estas personas les incomoda mi presencia. Le sugiero que acepte su ofrecimiento. Le ahorrará muchos problemas.
De mala gana, Alan volvió a subir al automóvil, el que lo dejó junto al robot en el estacionamiento subterráneo. El botones se apresuró para recibirlos y los acompañó hasta el ascensor para evitar que el robot se paseara por el vestíbulo.
Una vez en la habitación, el botones, de manera muy amable, le pidió a Alan que no llevara al robot fuera de la habitación para no incomodar al resto de los pasajeros. Y como Alan no quería separarse del él, tuvo que hacer un gasto adicional y conformarse con el servicio a la habitación. Así sus últimas horas en Estados Unidos las pasó encerrado en el hotel junto a su nuevo robot.
-¿Qué cosas puedes hacer, CRL? –le preguntó para romper el hielo.
-Básicamente, labores domésticas. Sin embargo, estoy programado para aprender a realizar nuevas tareas, en la medida que usted así lo requiera y siempre que éstas no sea muy complejas.
-Excelente, CRL. ¿Debo llamarte CRL o tienes un nombre más sencillo?
-Eso depende de usted, señor. Usted decide como llamarme.
-Mmm, es verdad. Haber, tu serie es CRL. ¿Cómo se llamaba el técnico que te armó?
-Carl, señor.
-Carl. Mmm. No, es un nombre gringo. Tú vas a ser Carlos.
-¿Carlos, señor?
-Que, ¿no te gusta?
-Sólo estoy programado para obedecer, no para que algo me guste o no.
-Tienes razón. Si no te gusta, no me importa. Tú ahora te llamas Carlos.
Alan se comportaba como un niño pequeño con el robot y todavía no se acostumbraba a darle órdenes. A menudo le hablaba en tono solícito y, cuando necesitaba algo de él, se lo pedía amablemente. Su falta de carácter y autoridad hacía que al robot le costara trabajo funcionar de forma adecuada y responder a los requerimientos de su dueño.
-Bueno, Carlos, es hora de dormir. Mañana volveremos a casa.
-Yo no necesito dormir, señor.
-Bueno, entonces has lo que se supone que hace un robot por la noche.
Cuando despertó al día siguiente, Alan vio al robot parado en el mismo lugar y en la misma posición en la que se encontraba la noche anterior.
-Buenos días, señor. ¿Ha dormido bien?
-Sí, muy bien, gracias. ¿Y tú? –respondió aún soñoliento.
-No, señor, no he dormido.
-De veras que tú no duermes. ¿Y qué hiciste durante la noche?
-Nada, señor, sólo esperar que despertara.
Alan se sintió ridículo haciéndole esas preguntas al robot, sobretodo si ya le había dicho que no necesitaba dormir. De mala gana le pidió que le ayudara a hacer sus maletas, mientras pedía que le llevaran el desayuno.
Más tarde, siguiendo el mismo procedimiento que el día anterior, Alan abandonó el hotel, tomando todas las medidas para que el robot no pasara por el vestíbulo, con dirección al aeropuerto. Estaba ansioso por estar de vuelta en Chile y mostrar su nueva adquisición.
Una vez en el aeropuerto de Dulles, y captando todas las miradas de la gente, Alan se dirigió al puesto de su aerolínea para chequear su pasaje, acompañado por Carlos. Al llegar su turno, Alan entregó dos pasajes a la funcionaria de la línea aérea.
-¿Quién es su acompañante, señor? –preguntó la funcionaria.
Alan la miró con extrañeza y luego miró al robot.
-Con él, por supuesto –dijo señalándolo.
-Discúlpeme, señor, pero me temo que no podrá viajar con “eso” en la cabina.
-“Eso”, como usted le dice, es un robot y su nombre es Carlos.
-Por supuesto, señor, pero debe viajar en el compartimiento de carga.
-Pero cómo, si yo compré un pasaje para él. En la fábrica me dijeron que no había problemas, no existe política que prohíba viajar con un robot.
-Lo siento mucho, pero la cabina es sólo para personas, seres humanos. El robot es un objeto y, por lo tanto, debe viajar con el resto de la carga.
Alan se estaba exasperando ante la terquedad de la funcionaria y se comenzó a armar un tumulto alrededor con la gente que esperaba en la fila para chequearse.
-¡Señorita, quiero hablar con su supervisor! –exclamó Alan ofuscado.
El robot, que hasta ese momento se había mantenido al margen de la discusión, se dirigió a la funcionaria y le dijo:
-Disculpe, señorita, pero según las normas internacionales de aviación, una persona puede viajar acompañado por un robot cuando su seguridad así lo requiera. Yo, por mi parte, si no viajo junto a mi dueño, me vería impedido de cumplir mi deber de resguardad su integridad a bordo del avión, lo que produciría un grave conflicto en mi cerebro positrónico, lo que llevaría irremediablemente a mi desactivación permanente. Eso causaría un grave perjuicio económico a mi dueño, pues perdería una inversión de US$40.000 por un robot nuevo. La aerolínea para la que trabaja se vería enfrentada a acciones legales y usted, por supuesto, sería despedida. Eso le causaría a usted un daño y yo debo evitarlo. Por eso le recomiendo que me permita viajar junto al señor.
Alan no sabía a qué se refería el robot con resguarda su seguridad, pero prefirió guardar silencio. La funcionaria, por su parte, se quedó de una pieza, completamente helada. El razonamiento del robot la había puesto en un aprieto, pero peor aún, le había hablado a ella directamente. Bajó la mirada y tecleó algunas cosas en su computador, intentando ganar algo de tiempo para reflexionar sobre las palabras del robot. No sabía si llamar a su supervisor o simplemente entregarle a Alan sus pasajes y dejar que se fuera de una buena vez.



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martes, 20 de marzo de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 1)

Durante el vuelo, Alan se sentía muy satisfecho, pues estaba haciendo realidad el gran capricho de su vida. Realmente estaba disfrutando del viaje, mientras observaba en su notebook abierto el catálogo que le habían enviado una par de semanas antes por correo. Y no lo pensó dos veces antes de iniciar su viaje.
-¡Para qué quieres una porquería como esa! –le había reprochado su mujer.
-¿Y pa qué vai a ir si te lo pueden mandar desde la fábrica? –le había dicho un amigo.
Es que ellos no entendían. No sólo era la oportunidad que tenía de adquirir el objeto que más había anhelado desde pequeño, sino que también de conocer la fábrica misma donde se producía.
Por eso había decidido viajar cuanto antes a Estados Unidos.
-¿Y por qué no eliges uno japonés, mejor? Ellos saben más de estas cosas que los gringos –había intentado convencerle el mismo amigo.
Pero no, Alan quería uno fabricado por la U.S. Robots and Mechanical Men Inc. por dos motivos: le ofrecían una visita guiada por la fábrica y, más importante aún, el robot que iba a adquirir podía ser programado para entender y hablar en español.
El avión se posó suavemente sobre la pista de aterrizaje del Aeropuerto Internacional de Dulles en Washington, donde le esperaba el agente de ventas de la U.S. Robots que se encargaría de su visita a la fábrica y de su estadía en Estados Unidos.
-Buenas tardes –saludó el agente de ventas quién lo esperaba a la salida de los trámites de extranjería.
Su español era bastante decente, lo que evidenciaba lo importante que eran para la Compañía sus clientes.
-Soy Walsh, agente de ventas de U.S. Robotics and Mechanical Men, y le doy la bienvenida a los Estados Unidos. ¿Tuvo usted un buen viaje?
-Así es, muchas gracias.
-Yo le acompañaré durante su estancia aquí. Trataré de hacer lo posible porque sea placentera para usted.
-Muchas gracias. Me gustaría darme un baño, si fuera posible.
-Por supuesto, lo llevaré a su hotel.
A las puertas del Aeropuerto los esperaba un elegante automóvil que, cómo Alan descubriría en unos instantes, no tenía chofer.
-El coche posee un cerebro positrónico, por lo que no necesita de chofer –le aclaró Walsh.
Alan estaba impresionado. Nunca había visto nada similar. De hecho, lo más cerca que había estado de un robot, fue durante una visita al mineral de El Teniente, donde gran parte del trabajo dentro de la mina era realizado por robots especializados. Pero aún así, pese a su escaso conocimiento, adoraba a los robots. Y eso lo hacía ser un bicho raro, pues a la mayoría de la gente no le gustaba que “esos aparatos” anduvieran cerca, mezclándose entre los humanos. Entre ellos estaba su mujer, que había puesto el grito en el cielo cuando Alan le contó que por fin iba a comprar uno. Ella sabía que él siempre había soñado con tener uno, pero siempre lo vio como un sueño loco nada más. Además, Alan nunca tendría el dinero para costearlo. Pero se equivocó. Ahora tendría que luchar por revertir su complejo de Frankenstein o simplemente abandonar a su marido.
Pero eso por ahora a Alan no le preocupaba. Estaba disfrutando mucho su estancia y lo mejor vendría al día siguiente, cuando por fin visitaría la fábrica y compraría su robot.
El día de la visita, Alan parecía un niño pequeño dentro de una chocolatería, desde que fue atendido por un robot en la recepción, hasta salir de la línea de ensamblaje. Allí lo esperaba Walsh, con una gran sonrisa, junto a la línea de robots domésticos de la Compañía. Alan no necesitaba ver nada, él ya tenía claro cual iba a comprar, pero igual agradecía poder ver al resto de sus opciones en persona.
-Señor, este es el modelo CRL para aplicaciones domésticas.
-Lo llevo –dijo Alan sin mayor elegancia. Walsh lo condujo a una oficina, lugar donde firmarían el contrato, el que incluía la mantención bianual del robot de por vida. Alan pagó en efectivo los cuarenta mil dólares que costaba el modelo y Walsh le ofreció la opción de llevárselo montado y funcionando o embalado en una caja.
...
Ahora será el lector quién decida el curso de la historia eligiendo su opción en la encuesta que se encuentra a continuación, la que estará abierta por dos semanas como mínimo. Cualquier comentario, crítica (respetuosa y constructiva por supuesto) o saludo, pueden postear.



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