miércoles, 13 de abril de 2011

La Tonada del Apocalipsis

La mujer tendida en el suelo, jadeante, sedienta, hace un último esfuerzo vano tratando de retener su aliento en un intento desesperado por sobrevivir. Pero de nada sirve ya. La vida se le va por el vientre abierto en una mezcla repugnante de fluido amniótico y sangre. El doctor la mira con pavor, consciente de haber violado gravemente su juramento hipocrático. Inútilmente trata de convencerse a sí mismo de haber hecho lo correcto en beneficio de la humanidad.

La criatura yacía dormida en sus brazos, aún ignorante del destino que fuerzas supriores habían dispuesto para su madre y para él. El asustado médico aún no sabía muy bien que hacer con aquel ser recién nacido, quien el creía era la mismísima encarnación del anticristo. Pero estaba hecho, la criatura había nacido ya, se le veía saludable y lozana. Fuera o no quien creía que era, el doctor no podía quitarle la vida. Así es que se la llevó a casa. Le dio abrigo, educación y cariño, le inculcó valores... le otorgó un hogar, una familia.

El pequeño creció feliz, alejado de toda intervención maligna, ya fuera del hombre, ya fuera divina. Fue recién llegada la adolescencia que su fatal destino se manifestó para él. Su intromisión se manifestó cada noche, interrumpiendo sus sueños de juventud. Los demonios acudían a él cada noche para reprocharle y recriminarle por haberse alejado del camino que su padre había trazado para él. Sin embargo, la providencia ya había intervenido. Su padre adoptivo, que nunca fue capaz de revelar el secreto de su origen y el misterio de la tenebrosa noche de su nacimiento, que finalmente se llevaría consigo a la tumba; le explicó, con lujo de detalle, la única verdad cierta que la divinidad le había revelado a la humanidad: al momento de su creación había sido dotada del tesoro divino del libre albedrío. Y sólo gracias a aquella única revelación, él supo que podía torcer la mano de su tenebroso destino.

Así fue como la criatura que vino al mundo a traer el fin de los días, desgracia, desdicha y desolación, acabó llevando una vida de virtud y servicio.

Fue recién el día en que este anticristo falleció, el momento en que se inició la paradoja: las puertas del Reino de los Cielos se abrieron para él de par en par. Allí la Corte de Ángeles lo guió al sitial que se reserva sólo para los bienaventurados, aquellos dignos de ser llamados hijos de Dios. La encarnación del mal en la Tierra había llegado a Su Reino por méritos propios, se había ganado el Cielo.

Entonces rápidamente surgió la controversia en los planos superiores, generando dudas existenciales que llevaron a la gran pregunta, aquella cuya respuesta sólo se conocería el día en que Gabriel haría sonar su trompeta celestial para que los muertos se alcen de sus tumbas para iniciar el éxodo masivo al Reino de Dios: si la encarnación del mal había renunciado a su misión como máximo líder y agente del mal, ¿qué pasaría con el balance universal? ¿Sería el fin de la eterna lucha entre el bien y el mal? ¿Sería la victoria definitiva del bien el principio del fin de todo lo que es, fue y será? ¿Incluido el Reino de lo Cielos? ¿Sería el fin del propio Dios?

Lo más terrible de todo fue la decisión que el Él mismo tomó, atormentado por haber formulado una pregunta cuya respuesta ni siquiera Él conocía. Entonces el Todopoderoso le asignó a su bienaventurado anticristo la responsabilidad de ser él quien definiera el día y la hora en que el arcángel Gabriel debía tocar la melodía del Apocalipsis.

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