viernes, 12 de octubre de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 4)


El de la imagen es Robby, el primer robot aparecido en un relato de Asimov, por allá por 1940. De eso han pasado mucho años ya, pero su legado sigue tan vigente como siempre. Y vigente en este relato, pues Robby, al igual que nuestro Carlos, era un robot doméstico. ¿Qué sería de Robby en el siglo XXI? Dejo planteada la pregunta.
Con un robot en el hogar
La metálica mano del robot se hallaba extendida ante la mujer, a modo de saludo. Lucía, aún reticente, tendió la suya y, con una forzada sonrisa, le dijo:
-Hola, Carlos.
Alan suspiró aliviado, pensando que tal vez las cosas podían ir mejor de lo que había imaginado. Pero no se dio cuenta de que la pobre mujer aún tenía los músculos tensos y un rictus rígido en su rostro.
-Bueno, ¿nos vamos? Quiero llegar luego a la casa –dijo Alan tratando de distender el ambiente. Luego tomó de la mano a Lucía y le pidió al robot, de manera muy solícita, que llevara el equipaje.
A la mujer le sorprendió la suavidad con la que su marido había tratado a la máquina, pero pensó que tal vez esa sería la manera habitual de tratar a los robots. Carlos se limitó a cumplir la instrucción y seguir de cerca a los dos humanos con las maletas de su dueño. A él no le disgustaba recibir un trato deferente, ni siquiera comprendía lo que sería el disgusto por algo, él sólo obedecía. Pero, al igual que Lucía, a su modo claro está, se “complicó” por el comportamiento de Alan. Un robot había sido diseñado para obedecer y, si la orden no era clara, cumplirla podía ser muy difícil. Ya se lo habían hecho saber en otra ocasión, pero Alan seguía comportándose igual.
Al llegar a casa, Lucía adoptó todas las medidas necesarias para evitar que sus vecinos vieran al robot descender del auto, pues quería evitar a toda costa los malintencionados comentarios de sus vecinas, cual de ellas más copuchenta que la otra. Ella y su familia tenían una imagen que cuidar y no iba a permitir que se deteriorase por el capricho de su marido.
Entraron a la casa sin que nadie los viera y, mientras el entusiasta Alan guiaba al robot para mostrarle su hogar, ella partió detrás de ellos cuidando de que el robot no causara ningún destrozo al interior de la casa. Pero después de recorrer algunas de las habitaciones, se dio cuenta de que Carlos era especialmente cuidadoso con sus movimientos. Así, Lucía se sintió más tranquila y los dejó en paz.
-Mira, Carlos –dijo Alan sin perder el entusiasmo, mostrándole al robot una fotografía, -este es mi hijo.
-¿Cuál es su nombre? –preguntó Carlos.
-Su nombre es Jaime. A esta hora anda en su escuela de fútbol, pero ya debe estar por llegar.
-¡Alan! ¿Puedes venir, por favor? –exclamó Lucía.
-¡Voy!
Alan bajó al segundo piso donde se encontraba su mujer seguido por Carlos. Al verlos juntos, ella le dirigió una mirada de enfado a su marido.
-Necesito hablar contigo… a solas –dijo ella con frialdad.
-Carlos, ¿puedes irte al segundo piso, por favor?
El robot no respondió y tardó un par de segundos en reaccionar y dirigirse a la planta alta, pero finalmente acató.
-Jaime está por llegar. ¿Qué vas a decirle?
-¿Por qué? ¿Qué quieres que le diga?
Lucía se limitó a señalar con el índice hacia el segundo piso, dándole a entender a Alan el motivo de su preocupación.
-¡Ah, Carlos! –respondió con tono despreocupado. –No te preocupes, ya tengo todo pensado.
Eso no calmó los nervios de Lucía, pues no le era difícil imaginar lo que pensaba hacer su marido. Y permaneció así hasta que el pequeño llegó a casa.
-¡Papá! –exclamó el niño emocionado al ver a Alan. -¡Volviste!
-¡Hola, hijo! Te eché mucho de menos.
-Yo también, papito. ¿Me trajiste algo?
-Si, te tengo una sorpresa, pero déjame saludar al tío Claudio.
-Hola, Alan –saludó el aludido. -¿Cuándo volviste?
-Hace una par de horas –contestó Alan saludando a su amigo, quién además era apoderado del colegio de su hijo. –Gracias por llevar Jaime a fútbol, ¿no quieres pasar? Quiero mostrarte algo.
-Ahora no puedo, me están esperando en la casa. Dejémoslo para después.
-Bueno, no vemos. Saludos a la Fran.
Alan entró a su casa resignado por no haber podido mostrarle a Carlos a su amigo. Pero daba lo mismo, lo único que le importaba en ese momento era ver la cara que iba a poner Jaime cuando lo conociera.
-¿Quieres ver lo que te traje? –le preguntó.
-¡Sí! ¿Dónde está?
-Calma, hijo, ya viene. ¡Carlos! ¡Carlos, ven, por favor!
“Quién será ese Carlos” pensó Jaime, pensando que sería algún amigo de su papá. Sintió unos pasos en el segundo piso y se acercó con curiosidad a la escalera. Entonces apareció el tal Carlos, dejando al pequeño Jaime de una sola pieza.
-¿Te gusta? –preguntó Alan.
El niño tardó en contestar, atónito ante lo que veía.
-¡Un robot! –gritó Jaime saltando de emoción. ¡Mamá, ven a ver! ¡Un robot! ¡Un robot!
Lucía soltó un suspiro de alivio al ver a su hijo reaccionar contento ante la presencia de Carlos.
-¿Puedo pedirle que haga algo? –preguntó el niño dando rienda suelta a su curiosidad.
-Por supuesto.
-Carlos –dijo Jaime tímidamente. -¿Se llama Carlos, verdad?
-Sí –respondió Alan.
-Carlos, párate en un pie.
En forma casi instantánea, el robot alzó una pierna y mantuvo un perfecto equilibrio sobre la otra, ante la asombrada mirada de Jaime.
-Mira, mamá, me hizo caso. ¿Te puedes parar de cabeza?
-Si, joven señor.
“¿Joven señor?”, pensó Jaime. Nunca lo habían llamado así. Y no le gustó, le hizo sentirse viejo, como de veinte años.
-Carlos, no me digas pequeño señor –dijo con un inocente tono de enfado. –Me llamo Jaime y así quiero que me digas.
-Muy bien, Jaime.
-Así está mejor –dijo el niño con una amplia sonrisa. –Ahora, párate de cabeza.
Carlos no tuvo inconvenientes para obedecer la orden del niño, salvo porque tuvo que dar saltitos sobre un pie para acomodarse y, con suaves movimientos, apoyó su cabeza sobre el suelo y alzó las piernas.
-Ya está bueno, hijo. No molestes a Carlos –dijo Alan. –Carlos, ponte de pie, por favor.
El robot no obedeció.
-Carlos, ponte de pie, te dije –volvió a decir Alan, esta vez con autoridad y algo de enfado.
Esta vez el robot hizo lo que se le ordenaba y volvió a pararse sobre sus dos pies.
-¿No te habrá hecho daño el ponerte boca abajo?
-No, señor. ¿Por qué lo pregunta?
-Porque no te pusiste de pie la primera vez que te lo dije.
-Eso ocurrió porque se me había ordenado pararme de cabeza, orden que no fue anulada sino hasta que usted me lo exigió la segunda vez.
Alan estaba un poco confundido, todavía le costaba un poco comprender todo aquello que tenía que ver con las leyes de la robótica. Pero, al contrario de lo que a él le pasaba, su hijo no tenía inconvenientes para que el robot le obedeciera en el acto.
Durante el resto del fin de semana Jaime pasó largas horas jugando en su casa con el robot, familiarizándose con éste. Fueron horas de enorme felicidad para niño, que compartió con su padre, bajo la atenta mirada de su madre. Pero todo fin de semana termina cuando llega el lunes.
El día lunes Alan partió a su trabajo y Jaime al colegio, dejando a Lucía en casa en compañía del robot. Como robot doméstico que era, éste se encargó de realizar las labores de hogar que cotidianamente llevaba a cabo Lucía, quién había dejado su trabajo para dedicarse a ello cuando estaba embarazada de Jaime. Siempre había querido volver a trabajar, pero tenía la responsabilidad de criar y cuidar a su hijo y de mantener la casa limpia y ordenada. Alan creía que el robot le iba a permitir a su mujer desembarazarse de las labores domésticas y que iba a poder retomar su carrera, pero a ella la idea no le agradaba. Ni siquiera cuando vio los resultados del trabajo de Carlos. Es más, le fastidiaba tenerlo cerca y que se adelantara a ella en todas y cada una de las tareas diarias. Pensó que la llegada de Jaime iba a ser un verdadero alivio para ella. Pero no lo fue.
El niño llegó exaltado y muy enojado del colegio y, al ver a Carlos, lo primero que hizo, fue darle una patada en una de sus piernas.
-¡Tonto! –le gritó. –Todos en el colegio se burlaron de mí por tu culpa.
-¿Pero que pasa, hijo?
-Que cuando le conté a mis compañeros que había llegado Carlos –le dijo a su mamá poniéndose a llorar sobre su hombro, –empezaron a molestarme. Me decían que el papá era raro, que estaba loco. Un niño me puso “robotín” y todos se rieron de mí.
Jaime lloraba con amargura y Lucía miraba al pequeño con tristeza. Sabía que los niños podían ser crueles, pero no esperaba que el robot pudiera causar una reacción así en ellos. Le ayudó a calmarse y secó sus lágrimas, preocupada por el bienestar de su hijo. Tendría que ponerle fin al problema de inmediato. Pero cómo. ¿Iba y hablaba con la profesora de Jaime? ¿O lo conversaba primero con su marido?




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5 comentarios:

Hvssar dijo...

Wena
llege del foro de tauzero
y he estado (ojeando)
intruseando
bueno cuidate

Paola dijo...

woolas, te vi en el foro tau por la factoria literaria

me gusto mucho tu blog es como de la vieja escuela , bkn

te agregare a mis vinculos :D


Saludos

Ainil Cielo dijo...

Hola! Que rico que tu blog sigue adelante y se actualiza para que podamos entretenernos con tu historia. Da gusto leer tus relatos, como siempre, siempre es un agrado. Suerte para tu blog y cariños mil! Mucho amor.

cabellosdefuego dijo...

UUUUH!
esto es como esos libros que me gustaban más que la cresta, "decide tu propia aventura" - mi favorito era el de robinson crusoe, "tu nombre es robinson". me daba miedo llegar a uno de los finales en que te morías en un barco fantasma lleno de zombis.
me emocioné. ña.

Jim™ dijo...

FACINANTE! es lo único que viene a mi mente.
He leido las 4 partes de "Un dilema positrónico... a la chilena" y me ha encantado.
Realmente notable!

Felicidades y saludos, espero una pronta entrega... :D