lunes, 9 de abril de 2007

Un dilema positrónico... a la chilena (Cap. 2)

Gracias a todos los que han participado con sus cometarios y con sus votos, haciendo posible que este experimento siga adelante. Es un agrado para mi saber que quiénes siguen esta historia la están disfrutando y espero que sigan gozando con ella. Pero el piloto ya terminó y ahora es tiempo de avanzar en serio, así que los invito a seguir participando.
  • No es tan sencillo tener un robot
Alan no lo pensó ni por un instante, quería ver a su robot funcionando ya.
-Armado y funcionando –le contestó a Walsh, a quién la decisión le parecía un poco extraña. Pero, en fin, allá él. El cliente siempre tiene la razón.
Un técnico acudió presuroso al llamado del agente de ventas y procedió al armado del robot. Alan miraba fascinado como iba encajando cada parte del cuerpo metálico en su lugar. No era difícil de hacer, incluso él mismo podría haberlo armado, pero ya había tomado su decisión. Y no se arrepentía de ello.
-It’s ready –dijo el técnico.
-Thank you, Carl –contestó Walsh al tiempo que el técnico se retiraba. –Su robot ya está armado, mr. Sólo falta activarlo.
Alan no esperó más y, siguiendo las instrucciones del agente de ventas, activó el switch ubicado en la nuca del robot, haciendo que éste cobrara vida.
-Hello, sir. My serial number is CRL-102.
-¿No puede decirlo en español? –preguntó Alan.
-Solo déle una orden precisa –respondió Walsh.
Alan, dubitativo, se dirigió al robot y le dijo con voz de dudosa autoridad:
-Repite eso en español…, por favor.
-Hola, señor. Mi número de serie el CRL-102. ¿Puedo servirle en algo?
Alan no podía ocultar su cara de felicidad al escuchar la voz metálica del robot hablándole directamente a él.
-Una última recomendación. El robot obedecerá mejor una orden mientras más precisa y con mayor autoridad sea dada. Eso evitará conflictos con la 2ª ley de la robótica.
-Muchas gracias por todo, señor Walsh.
-Espero que su robot le sea de utilidad. Recuerde que dentro de dos años uno de nuestros técnicos lo visitará para hacerle la mantención.
Walsh acompañó a Alan de vuelta al automóvil que los había llevado hasta la fábrica y lo vio partir junto a su nuevo robot. Una hora y media más tarde, Alan estaba de vuelta en el hotel. El automóvil se estacionó frente a la entrada del hotel y, antes de que el robot pudiera bajar, un botones salió presuroso a su encuentro.
-Señor –dijo en su imperfecto español-, el hotel ofrece estacionamiento bajo tierra para que pueda…
Mientras el botones encontraba la palabra adecuada para convencer a Alan, el robot se percató del dilema que lo aquejaba.
-Señor, me parece que a estas personas les incomoda mi presencia. Le sugiero que acepte su ofrecimiento. Le ahorrará muchos problemas.
De mala gana, Alan volvió a subir al automóvil, el que lo dejó junto al robot en el estacionamiento subterráneo. El botones se apresuró para recibirlos y los acompañó hasta el ascensor para evitar que el robot se paseara por el vestíbulo.
Una vez en la habitación, el botones, de manera muy amable, le pidió a Alan que no llevara al robot fuera de la habitación para no incomodar al resto de los pasajeros. Y como Alan no quería separarse del él, tuvo que hacer un gasto adicional y conformarse con el servicio a la habitación. Así sus últimas horas en Estados Unidos las pasó encerrado en el hotel junto a su nuevo robot.
-¿Qué cosas puedes hacer, CRL? –le preguntó para romper el hielo.
-Básicamente, labores domésticas. Sin embargo, estoy programado para aprender a realizar nuevas tareas, en la medida que usted así lo requiera y siempre que éstas no sea muy complejas.
-Excelente, CRL. ¿Debo llamarte CRL o tienes un nombre más sencillo?
-Eso depende de usted, señor. Usted decide como llamarme.
-Mmm, es verdad. Haber, tu serie es CRL. ¿Cómo se llamaba el técnico que te armó?
-Carl, señor.
-Carl. Mmm. No, es un nombre gringo. Tú vas a ser Carlos.
-¿Carlos, señor?
-Que, ¿no te gusta?
-Sólo estoy programado para obedecer, no para que algo me guste o no.
-Tienes razón. Si no te gusta, no me importa. Tú ahora te llamas Carlos.
Alan se comportaba como un niño pequeño con el robot y todavía no se acostumbraba a darle órdenes. A menudo le hablaba en tono solícito y, cuando necesitaba algo de él, se lo pedía amablemente. Su falta de carácter y autoridad hacía que al robot le costara trabajo funcionar de forma adecuada y responder a los requerimientos de su dueño.
-Bueno, Carlos, es hora de dormir. Mañana volveremos a casa.
-Yo no necesito dormir, señor.
-Bueno, entonces has lo que se supone que hace un robot por la noche.
Cuando despertó al día siguiente, Alan vio al robot parado en el mismo lugar y en la misma posición en la que se encontraba la noche anterior.
-Buenos días, señor. ¿Ha dormido bien?
-Sí, muy bien, gracias. ¿Y tú? –respondió aún soñoliento.
-No, señor, no he dormido.
-De veras que tú no duermes. ¿Y qué hiciste durante la noche?
-Nada, señor, sólo esperar que despertara.
Alan se sintió ridículo haciéndole esas preguntas al robot, sobretodo si ya le había dicho que no necesitaba dormir. De mala gana le pidió que le ayudara a hacer sus maletas, mientras pedía que le llevaran el desayuno.
Más tarde, siguiendo el mismo procedimiento que el día anterior, Alan abandonó el hotel, tomando todas las medidas para que el robot no pasara por el vestíbulo, con dirección al aeropuerto. Estaba ansioso por estar de vuelta en Chile y mostrar su nueva adquisición.
Una vez en el aeropuerto de Dulles, y captando todas las miradas de la gente, Alan se dirigió al puesto de su aerolínea para chequear su pasaje, acompañado por Carlos. Al llegar su turno, Alan entregó dos pasajes a la funcionaria de la línea aérea.
-¿Quién es su acompañante, señor? –preguntó la funcionaria.
Alan la miró con extrañeza y luego miró al robot.
-Con él, por supuesto –dijo señalándolo.
-Discúlpeme, señor, pero me temo que no podrá viajar con “eso” en la cabina.
-“Eso”, como usted le dice, es un robot y su nombre es Carlos.
-Por supuesto, señor, pero debe viajar en el compartimiento de carga.
-Pero cómo, si yo compré un pasaje para él. En la fábrica me dijeron que no había problemas, no existe política que prohíba viajar con un robot.
-Lo siento mucho, pero la cabina es sólo para personas, seres humanos. El robot es un objeto y, por lo tanto, debe viajar con el resto de la carga.
Alan se estaba exasperando ante la terquedad de la funcionaria y se comenzó a armar un tumulto alrededor con la gente que esperaba en la fila para chequearse.
-¡Señorita, quiero hablar con su supervisor! –exclamó Alan ofuscado.
El robot, que hasta ese momento se había mantenido al margen de la discusión, se dirigió a la funcionaria y le dijo:
-Disculpe, señorita, pero según las normas internacionales de aviación, una persona puede viajar acompañado por un robot cuando su seguridad así lo requiera. Yo, por mi parte, si no viajo junto a mi dueño, me vería impedido de cumplir mi deber de resguardad su integridad a bordo del avión, lo que produciría un grave conflicto en mi cerebro positrónico, lo que llevaría irremediablemente a mi desactivación permanente. Eso causaría un grave perjuicio económico a mi dueño, pues perdería una inversión de US$40.000 por un robot nuevo. La aerolínea para la que trabaja se vería enfrentada a acciones legales y usted, por supuesto, sería despedida. Eso le causaría a usted un daño y yo debo evitarlo. Por eso le recomiendo que me permita viajar junto al señor.
Alan no sabía a qué se refería el robot con resguarda su seguridad, pero prefirió guardar silencio. La funcionaria, por su parte, se quedó de una pieza, completamente helada. El razonamiento del robot la había puesto en un aprieto, pero peor aún, le había hablado a ella directamente. Bajó la mirada y tecleó algunas cosas en su computador, intentando ganar algo de tiempo para reflexionar sobre las palabras del robot. No sabía si llamar a su supervisor o simplemente entregarle a Alan sus pasajes y dejar que se fuera de una buena vez.



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